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EL CABALLO
A pesar de ser un animal pacífico, el hombre lo metió en cientos de batallas. Subido a su grupa conquistó territorios y gobernó imperios. Las órdenes de caballería cambiaron la manera de luchar. La literatura no sería la misma sin Rocinante, ni la pintura y la escultura serían iguales sin sus personajes a lomos de un caballo. Con él revolucionó el transporte, la agricultura y la guerra.
Es de destacar el caballo de Pura Raza Española. Se tiene conocimiento de su existencia ya en la época prerrománica en lo que hoy se conoce como España. Autores como Plutarco, Plinio el Viejo y Séneca nos hablan del caballo de Hispania como un ejemplar bello, dócil, arrogante y valiente, ideal para la guerra y para los juegos que se desarrollaban en los circos de la época.
Hoy en día su utilización se remite casi en exclusiva a las prácticas deportivas, aunque, irónicamente, las prestaciones de los motores siguen midiéndose en caballos de potencia.
Cristina Vázquez
Malena Teigeiro
Liliana Delucchi
Marieta Alonso
La cita
Cristina Vázquez
Su hermana le había traído la foto. Estaba haciendo limpieza de carpetas, le dijo, cuando la encontró con su nombre por detrás.
—Qué sitio es —le preguntó incisiva—, parece una postal.
Allegra levantó los hombros.
—Ni idea —contestó rotunda.
Al quedarse sola la miró con detenimiento. Recordaba perfectamente donde era y el momento. Volvió a sentir el frío de esa mañana, el respirar humeante de Centella, la neblina que daba misterio a ese momento.
Había ido en las vacaciones de invierno a un campamento de equitación. Fue a regañadientes, pues, aunque adoraba montar a caballo, a sus dieciséis años le divertía más hacer otros planes. Pero sus padres, recién divorciados, se pusieron por una vez de acuerdo en que le vendría muy bien alejarse un poco de casa y hacer ejercicio. Su hermana estaba en otro curso de esquí. El deporte era muy saludable, le gustaba aseverar a su padre, deportista compulsivo, mientras su madre decía convencida que el mejor deporte era el sillónball. Pero en esta ocasión hubo acuerdo.
—Cambiar de panorama y de amigos —le explicaban pacientes—, te vendrá muy bien.
Notaba en sus caras la culpabilidad teñida de urgencia. Seguro que ellos tendrían sus planes y estaban encantados de librarse unos días de las hijas. Ninguno cedió frente a sus protestas.
El campamento de equitación estaba situado en un precioso lugar en medio de la sierra, en el que se veía caballos libres paciendo en escarchadas praderas. La vivienda era una acogedora casa de madera que semejaba una cabaña suiza, con humo saliendo por la chimenea, telas escocesas y edredones de suave pluma en las camas. Le gustó, y los cinco chicos y las tres chicas que formaban el grupo, algunos extranjeros, le resultaron amables y acogedores, sin que nadie se extrañara al decir su nombre: Allegra. Siempre había algún chistoso que hacía la inevitable gracia: Qué es lo que alegras o es que cuentas chistes. En fin.
A la mañana siguiente empezaron los entrenamientos en un picadero magnífico, bien acondicionado. Todos tenían un nivel alto y una sana competencia entre ellos. Al final, lo mismo sus padres tenían razón. Mil veces mejor estar aquí que oyendo los portazos, los llantos de su madre, las intempestivas quejas de su atlético progenitor y toda la porquería que se lanzaban el uno al otro. Eso no era amor, ni matrimonio, ni.
—Allegra, ten cuidado que te estás despistando.
Quién se lo decía era un entrenador al que no había visto el día anterior cuando al llegar le presentaron a todo el equipo que iba a ocuparse de ellos. Hablaba con un acento de erres profusas y eses arrastradas que más parecían ces suaves. Lo miró y vio que era un hombre joven, muy moreno de piel, con el pelo oscuro y rizado, más largo del estilo exigido en el lugar. Fibroso, de complexión atlética, a Allegra le pareció un centauro de lo pegado que se quedaba en el caballo.
A la hora de la cena tampoco estaba con el resto de entrenadores y jóvenes. Allegra, sin darle importancia, preguntó por qué. Una sonrisa atravesó la cara de Willy, que llevaba varios años yendo ahí y confesó que era una novedad.
—Todos los años nos sorprenden con alguien, pero este tan raro… –Alzó las cejas con expresión sorprendida—. Creo que es húngaro.
Después del entrenamiento del siguiente día, el húngaro quitó la silla al caballo y les preguntó si querían ver algo. Sacó del establo a un semental pinto, muy brioso, que aún estaba sin domar. El animal echaba espumarajos por la boca y hacía cabriolas mientras el joven le susurraba palabras en un suave lenguaje desconocido para todos. Lo fue calmando hasta subirse en él y a pelo empezar a galopar en el picadero dando vueltas igual que una turbadora peonza. Lanzaba gritos breves que animaban al caballo. Luego se puso de pie y dio una voltereta en el aire sobre el corcel sin trastabillar ni un momento. Todos aplaudían exaltados por el espectáculo.
Al salir Allegra, se le cruzó el entrenador, que no llegaría a los treinta y con su acento arrastrado le dijo mirándola con una oscura fijeza que la hizo temblar.
—No estés triste. Con ese nombre la vida te ha de sonreír –se apretó el labio inferior con el dedo pulgar—. Yo puedo hacerte feliz.
Se echó a reír y guiñó un ojo. La chica salió corriendo con el corazón desbocado. Nunca había sentido nada tan perturbador y esa noche le costó conciliar el sueño, pensando en la mirada, la proximidad, el olor mezclado del caballo con el del hombre y tembló.
Cada día, de una u otra manera, se encontraba con él que le susurraba, como al brioso animal, ternezas que no entendía mientras recogían los arreos o lo llevaba a beber. Esa tarde, mientras cepillaba las ancas del caballo, él apoyado en el fondo de la cuadra la miraba paralizándola.
—Allegra, la joven, Allegra la bella.
Se le cayó el cepillo del temblor y pensó que ese era el momento más feliz e intenso de su vida. Lejos de su casa, lejos de discusiones. Ser el objeto de deseo de un hombre diferente y hermoso, la primera vez que sentía poder despertar eso, envuelta por el calor y la suavidad del animal. Nicolai, así se llamaba, se acercó a recogerlo y apretándola contra él, la besó y la acarició con dulzura y experiencia. Ella pensó que no quería separarse más de él ni moverse de esa cuadra en la que todo le resultaba cálido, prometedor y se echó a llorar de felicidad.
—No llores, Allegra. Yo te haré feliz —le dijo—. Espérame mañana después de la comida bajo el pino del cerro del Berique.
Pensó que todos notarían lo que había pasado. Se sentía diferente, ingrávida, transformada. En la hora de la cena se produjo un gran revuelo, pues una de las chicas, la rubia y adorable Anna no había aparecido. Buscaron por todos lados hasta que se percataron de que había recogido sus cosas. Llamaron a la policía, la angustia se propagó por la encantadora casita de madera. Los jóvenes, temerosos, subían y bajaban tratando de encontrar pistas. Al cabo de un rato apareció uno de los entrenadores y dijo que Nicolai había desaparecido también y que la caja fuerte estaba saltada, incluso el caballo pinto se había esfumado, concluyó.
Tras la sorpresa, en vez de trajín y carreras se instaló un ominoso silencio. Bajó una de las personas que trabajaba en la casa y seguía rebuscando por los dormitorios algún indicio, y entregó una carta al responsable del equipo. “No me busquéis. He huido con Nicolai. Anna” El estupor invadió las caras y Allegra comprobó que las otras dos chicas contenían las mismas lágrimas y decepción que ella.
Acudió a la hora fijada al lugar de la cita sabiendo que no habría nadie, a reconfortarse de lo que podía haber sucedido. Se abrazó a su caballo y pensó que ya quedaba menos para volver a casa.
Rufina
Malena Teigeiro
Recién levantada, Leticia se asoma a la ventana. La humedad y la niebla envuelven los árboles del encinar. Aspira profundo y decide cabalgar unas horas. Atenta me espera, piensa. Ella y la yegua tienen ya quince años. Eran casi gemelas. Sonríe. Su madre estaba de parto en el hospital y su padre en las cuadras atendiendo a Rufina, su yegua adorada. Quizá esa fue la causa de su última desavenencia. Nunca le perdonó que hubiera preferido ver parir a Rufina antes que acompañar a su esposa en el nacimiento de su hija. En el fondo, Leticia comprende a su madre, aunque también reconoce que el parto de la mejor yegua, no era ninguna tontería. Se viste, recoge unas zanahorias, y antes de salir hacia las cuadras, bebe un café.
Según le contó Gerardo ––su padre nunca hablaba de ello––, pocos días después de su nacimiento, su madre lo abandonó. Y él, ella y los caballos se quedaron solos en la finca. Lo cierto fue que durante mucho tiempo no supo que había madres. Ni casi mujeres. Tampoco las echaba en falta, la verdad. Su padre desde que ella se fue jamás permitió que mujer alguna trabajara en la casa. Tampoco permitió que Leticia tuviera vestidos. Con la ayuda del mayoral y de Gerardo, el rechoncho cocinero que llegó de la casa de sus abuelos, la crio con el mismo mimo que a sus potrillos, con el mismo cuidado que a Atenta. Casi era un bebé cuando colgada dentro de un pañolón, la llevaba a lomos de la yegua por primera vez. Más tarde, bien sujeta por la cintura, cabalgaba sentada delante de él. Tiempo después, aunque sus piernecitas apenas le llegan a los estribos, ya iba sola, agarrada al cuerno, mientras la yegua era conducida por algún palafrenero. Y Atenta, como si supiera que lo que tiene sobre el lomo es el tesoro de su amo, la paseaba con ternura.
Al entrar en la cuadra, cual anemómetros, las orejas de su compañera la buscan. La joven le da una zanahoria. Con la silla entre las manos, se detiene un instante. Es fiesta y la yegua también tiene derecho a descansar, se dijo para sí. Luego de dejar la silla en su gancho, echa una manta de rayas por encima del animal. Llevándola a su lado, salieron al campo y comenzaron a pasear.
No estaban pasando un buen momento, piensa para sí la niña. Rufina, la vieja yegua de raza española, está muy enferma. Y su padre languidece junto a su querido animal en la cuadra. Anoche lo oyó llorar. Leticia siente las lágrimas en sus mejillas. Con el envés del guante se las limpia. Serán de frío, decide intentando respirar tranquila.
Desde que supo que su madre vivía, cada vez que a través de su padre intentaba preguntar algo sobre ella, él le daba la espalda refunfuñando: Ni lo sé ni me importa. Y fue Gerardo el que, ante su insistencia, le contó que su madre era muy joven cuando ella nació. Y estos montes no eran de su mundo, señalaba a través de la pared el horizonte. Era una mujer a la que le gustaba la ciudad, los amigos, y levantaba los hombros como si no lo entendiera y se volvía hacia sus fogones susurrando: Él no ha vuelto a ser el mismo desde que se fue. Siempre terminaba su perorata rumiando que en su defensa había que reconocer que la señorita se había casado muy enamorada de don Jaime.
Durante un tiempo Leticia buscó alguna foto de su madre en los cajones del despacho. Solo encontró un lote de cartas. La primera fechada dos años después de su tercer cumpleaños. Luego de ordenarlas, las leyó una por una. En todas, ella le rogaba que le permitiera volver. Que la perdonara. Mi marcha fue el arrebato de una mujer que no sabe lo que hace, escribía con temblorosa letra. Que al menos le enviara una foto de su hija.
Antes de dejar las cartas en su sitio, Leticia repitió una y otra vez su nombre. Lo mismo hizo con la dirección del remite hasta aprendérsela de memoria. Ya en su habitación, buscándola en Internet, la encuentra en Facebook. Era ligera, delicada, femenina. A veces aparecía en fiestas con diferentes hombres a su lado. Sin dejar de contemplarla, la niña pasaba con dulzura los dedos por el rostro que le mostraba la pantalla. Un día, ayudada por la dirección, localizó su teléfono grabándolo en el móvil.
Aquella mañana mientras paseaba rodeada de nieve y niebla, Leticia introdujo la mano en el bolsillo acariciando el teléfono. Como si supiera lo que quería hacer, Atenta detuvo su marcha junto a un pino. La niña tuvo unos instantes de duda. Con los dedos helados sacó el móvil y buscó el número.
––Papá y Rufina se están muriendo ––escribió en el WhatsApp.
La competición
Liliana Delucchi
De negro absoluto, las gemelas están sentadas una junto a otra ante el féretro de su padre recibiendo las condolencias de vecinos y parientes.
—Hemos pensado que, una vez celebradas las exequias y quizás transcurrido un tiempo prudencial, organizar una carrera de caballos a la que le pondríamos el nombre de su padre, dado el amor que sentía don Prudencio por estos animales —les dice el administrador en voz baja.
Las hermanas asienten con un movimiento de cabeza y un «gracias» apenas audible.
De regreso a su casa se instalan en el salón, cada una en su sofá, en su mundo, frente a frente y en silencio. Lo rompe Mercedes preguntando a su hermana si cree que deberían participar.
—Desde luego que sí, cada una con su caballo —responde Teresa sin levantar la vista de una foto—. La carrera lleva el nombre de papá.
Las niñas, huérfanas de madre a muy temprana edad, habían sido el centro de la vida de don Prudencio y, a pesar del tiempo que le insumían la finca y sus negocios, siempre estaba atento a las necesidades de sus hijas. Con el tiempo pudo comprobar que existía una competencia soterrada, y a veces explícita, entre ellas por reclamar su atención. Tenían piques sobre quién sacaba las mejores notas, cuál hacía el mejor ramo de flores o la tarta más sabrosa. Consternado, llegó a pensar si no sería necesario volver a casarse, pero desechó la idea. Era probable que otra mujer acrecentara el problema en vez de solucionarlo.
El día que Teresa le pidió un caballo se sintió halagado, pero enseguida maduró que sería mejor comprar uno para cada una. Pero me dejaréis que yo les ponga los nombres, les dijo. Y eligió Rocinante para Mercedes y Babieca para su hermana.
Lo que el padre intuyó que serían agradables paseos se transformaron en carreras entre las niñas, trampas incluidas, solo que ninguna era responsable de los engaños sino que culpaba a la otra. La adolescencia incrementó los recelos y los posibles novios el antagonismo. La madurez no logró acercarlas.
Cuando a don Prudencio le diagnosticaron la enfermedad que acabaría con su vida, llamó a sus hijas y con la dulzura que lo caracterizaba, les dijo:
—Estoy a punto de marcharme y no querría hacerlo sin una promesa por vuestra parte. Dejad de lado vuestras diferencias, eso solo os traerá desasosiego. Sin mí solo os tenéis la una a la otra. Por favor, quereos como os he querido.
Llegó el día de la carrera. Todo está dispuesto, vecinos y aparceros participan de esta conmemoración a quien durante años fuera una persona querida en la comarca.
Las gemelas están montadas cada una en su caballo. Se miran, se estudian. Se escucha un disparo y baja la bandera que da inicio a la competición. Los animales salen al galope, menos Rocinante y Babieca, que se mantienen en su sitio. Las hermanas se miran y, sonrientes, avanzan al paso en dirección al estanque en el que celebraron la última merienda con su padre.
Mi caballo preferido
Marieta Alonso
«Había una vez un rey que tenía una hija casadera y decidió que solo la entregaría en matrimonio al hombre que montara un hermoso corcel y diera un salto que llegara a la terraza del palacio, y así lo fue anunciando por todas las sitierías».
Comenzó a contar la abuela a su nieta, como cada día, aquella vieja leyenda cubana.
«Cerca de palacio vivía en un minúsculo terreno, sembrado de maíz, un padre con tres hijos. El pequeño era su orgullo, pero los otros dos… El anciano tenía que velar cada noche para que los caballos jíbaros no se comieran lo sembrado, en cambio sus dos hijos mayores se iban al pueblo a emborracharse. Un día trajeron la noticia de lo propuesto por el rey.
La noche en que iban a saltar los jinetes, el hijo menor dijo:
—Papá, yo velaré el maíz. Usted ya está muy viejito y muy cansado.
El padre temía que se fuera a dormir. Pero el muchacho le tranquilizó:
—No se preocupe. Me llevaré un güiro con ají picante y cuando me entre sueño me paso el ají por los ojos y así no me dormiré —y también cogió un lazo de pita por si podía atrapar uno de esos malvados caballos que se comían el maíz.
Por la madrugada llegaron los animales, puntuales como siempre, y con mucha maestría pudo enlazar al más grande y más lindo de todos ellos. Comenzó a jalar la bestia, pero él cobraba soga y le atrincó en el tronco de un árbol, hasta que el cuadrúpedo se cansó.
Temeroso, Bandolero le explicaba que era el caballo del Diablo y que no podía ver los claros del día. Que lo soltara, que podía prometerle que ningún otro vendría nunca más a comer del maizal.
Pero el hijo menor no aflojaba.
—Suéltame, que cada vez que toques tres veces el tronco de este árbol y digas: «Ven, Bandolero, caballo mío». Yo vendré corriendo para lo que te pueda servir.
Entonces, mirándole a los ojos confió en él, e hicieron un juramento. El caballo del Diablo salió casi volando.
El muchacho con la amanecida se fue para su casa y halló a sus hermanos haciendo el cuento de los équidos que saltaron y que no pudieron llegar a la terraza del palacio. Cuando el padre fue a ver el maizal lo halló intacto, prueba irrefutable de que su hijo menor no se había dormido. Al acabar el día:
—Me voy a velar el maíz, papá.
En cuanto llegó al árbol lo tocó tres veces:
Ven, Bandolero, caballo mío,
En medio de un gran resplandor apareció el caballo iluminando el monte. El hijo menor se montó en él y en cuanto estuvo encima se le cayeron los guiñapos de ropa y se vio con un vestuario de príncipe. Fueron al pueblo y al llegar a palacio, Bandolero dio un salto y cayó en medio de la terraza donde estaba la princesa sentada en su trono. El rey quiso cumplir lo prometido pero el muchacho dijo:
—No señor, tengo que venir dos veces más y después me casaré con su hija.
Se retiró y al llegar al árbol Bandolero desapareció y los harapos volvieron. Al llegar al bohío halló a sus dos hermanos haciendo los cuentos de lo que había pasado.
—Yo era el príncipe que saltó a la terraza del palacio del rey —confesó con humildad.
Y los hermanos se burlaron de él:
—Cállate y no hables, basura. ¿Habrase visto mayor mentiroso? Y le abofetearon hasta que el padre intervino.
A la noche siguiente el hijo menor se fue al árbol y lo tocó tres veces:
Ven, Bandolero, caballo mío.
Y apareció atravesando el monte a toda carrera iluminado por la luna llena. Volvió a ocurrir lo mismo que la noche anterior, llegó, saltó a la terraza, y le dijo al rey:
—Mañana volveré otra vez a saltar y entonces me casaré con la princesa.
Repitió a sus hermanos que él era el príncipe. Y le volvieron a golpear por embustero. El padre tuvo que defenderle otra vez.
A la tercera noche, llegó al árbol y lo tocó tres veces:
Ven, Bandolero, caballo mío.
Caballo y muchacho llegaron al palacio, saltaron y cayeron en medio de la terraza. Allí estaba el rey, la princesa y el juez que les casó. Y dijo al rey:
—Quiero que usted mande a buscar a mi papá y a mis hermanos.
El monarca envió su carruaje con una escolta de soldados y cuando el padre lo vio venir a lo lejos, espantado balbuceaba:
—Por algo vendrán. Seguro que ustedes han hecho algo malo en el pueblo y nos vienen a prender.
—No, papá, nosotros no hemos hecho nada, solo hemos estado bebiendo y divirtiéndonos.
Arribó la calesa y se llevó a los tres. Temblaban creyendo que, igual que se corta con un afilado machete, la maleza y la caña de azúcar, a ellos les iban a chapear la vida. Al llegar a palacio, les hicieron subir hasta el trono y allí estaba el hijo menor como todo un príncipe, que cuando vio a su padre corrió a abrazarlo. Y dirigiéndose a sus hermanos, dijo:
—Vagos, pendencieros, y borrachines, ahora van a trabajar como mulos en los establos.
Luego, se dirigió a su padre con gran cariño:
—Usted, papá, tiene el palacio para ir a donde le plazca. No volverá a trabajar, ni a pasar hambre, pero a estos dos hay que darles un buen escarmiento. ¿No cree?
Y colorín, colorado…».
—Cuéntamelo otra vez, abuelita.
—Allá voy.
He leído los temas del caballo.y me quedo con las ganas que tengo de siempre de .tener un caballo. ya es tarde.
Nunca es tarde. Hable con los caballos aunque sea en la imaginación. Gracias por su comentario.
Que imaginacion.Que Dios te bendiga me encanto
Muchísimas gracias, Estrella. Tus comentarios animan a continuar. Un abrazo.
Muchas gracias,